En defensa de las mujeres
Feijoo
En grave empeño me pongo. No es
ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas
las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres, pues
raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del
otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres,
que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en
lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de
sus entendimientos.
Llegamos ya al batidero mayor,
que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso, que si no me vale
la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad; porque los autores que tocan
esta materia están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniformes
hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio. A la verdad, bien
pudiera responderse a la autoridad de los más de esos libros con el apólogo que
a otro propósito trae el siciliano Carducio en sus diálogos sobre la pintura.
Yendo de camino un hombre, y un león, se les ofreció disputar quiénes eran más
valientes, si los hombres, si los leones. Cada uno daba la ventaja a su especie
hasta que, llegando a una fuente de muy buena estructura, advirtió el hombre
que en la coronación estaba figurado en mármol un hombre haciendo pedazos a un
león. Vuelto entonces a su contrincante en tono de vencedor, como quien había
hallado contra él un argumento concluyente, le dijo: “Acabarás ya de
desengañarte de que los hombres son más valientes que los leones, pues allí ves
gemir oprimido, y rendir la vida un león debajo de los brazos de un hombre”.
“Bello argumento me traes -respondió sonriéndose el león-, esa estatua otro
hombre la hizo y así no es mucho que la formase como le estaba bien a su especie.
Yo te prometo que si un león la
hubiera hecho, él hubiera vuelto la tortilla y plantado el león sobre el
hombre, haciendo gigote de él para su plato”. Al caso, hombres fueron los que
escribieron esos libros, en que se condena por muy inferior el entendimiento de
las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo.
Estos discursos contra las
mujeres son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino
aquellos oficios caseros, a que están destinadas; y de aquí infieren que no son
capaces de otra cosa. El más corto de lógico sabe que de la carencia del acto a
la carencia de la potencia no vale la ilación: y así, de que las mujeres no
sepan más, no se infiere que no tengan talento para más. Nadie sabe más que
aquella facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino
bárbaramente, que la habilidad no se extiende a más que la aplicación. Si todos
los hombres se dedicasen a la agricultura de modo que no supiesen otra cosa,
¿sería esto fundamento para discurrir que no son los hombres hábiles para otra
cosa? Entre los drusos, pueblos de la Palestina, son las mujeres las únicas
depositarias de las letras, pues casi todas saben leer, y escribir; y en fin,
lo poco, o mucho que hay de literatura en aquella gente, está archivado en los
entendimientos de las mujeres, y oculto del todo a los hombres; los cuales sólo
se dedican a la agricultura, a la guerra, y a la negociación. Si en todo el
mundo hubiera la misma costumbre, tendrían sin duda las mujeres a los hombres
por inhábiles para las letras, como hoy juzgan los hombres ser inhábiles las
mujeres. Y como aquel juicio sería sin duda errado, lo es del mismo modo el que
ahora se hace, pues procede sobre el mismo fundamento.